Amarres de Amor con Magia Blanca
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Amarres de Amor, Hechizos, recuperación de pareja
 
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 ¿Sabe una mujer en qué se mete cuando se convierte en madrastra?

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Nemesis
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MensajeTema: ¿Sabe una mujer en qué se mete cuando se convierte en madrastra?   ¿Sabe una mujer en qué se mete cuando se convierte en madrastra? Icon_minitimeMar Mar 18 2014, 20:46

El rol incierto, desafiante, y a veces muy satisfactorio que les toca ejercer a las madrastras. Una reivindicación merecida en relatos de mujeres que viven el desafío cotidiano de no parecer la malvada de los cuentos de Disney.

Un día llegaron ellos. Abrí la puerta de casa y apareció Juan –quien hoy es mi marido– con sus tres hijos: uno de 4 años y mellizos de 6. No recuerdo hacía cuánto que Juan y yo éramos novios, pero sí recuerdo que esa vez –cuando llegaron ellos– me sentía secretamente inestable: tenía que demostrar en tiempo récord que yo no era un monstruo. Y no sabía qué hacer.

En ese entonces yo tenía 26 años y los nenes –cualquier tipo de nene– eran para mí tierra incógnita. ¿Cómo llegar a ellos? Misterio. Fuimos todos a la cocina, preparé una merienda y nos quedamos de pie. M –el menor– se sentó en la mesada y los mellizos empezaron a jugar a los trompazos. Se pegaban y se reían. De nervios. Todos estábamos nerviosos. Luego los chicos fueron al dormitorio y prendieron el televisor. A –un mellizo– se hizo lío para cambiar de canal, y aproveché para acercarme a ayudarlo y hacerle cosquillas. Me apartó de un empujón. Ese gesto me desconcertó y me provocó una angustia que duraría mucho tiempo. El rechazo de A había sido claro. Yo era para ellos una extraña, esa impostora que no era su madre: un estorbo. O algo peor que eso.

Luego fue pasando todo; transcurrieron diez años. Y a lo largo de esta vida que armamos juntos –y a la que se sumó Joaquín, mi hijo en común con mi marido– siempre me pregunté cuál era la entidad del lazo que me unía a ellos y cuán grande era mi capacidad de amar a los hijos de otra mujer. A unos chicos que, si son normales, en algún momento –o en varios– habrán deseado que yo nunca hubiera estado ahí.

Ahí, quiero decir: en sus vidas.

Ahora ellos están grandes. Los mellizos tienen 18 años y el menor tiene 15. Sabemos cuál es nuestro límite y hemos logrado, con esfuerzo, tener confianza suficiente como para incluso discutir. Pero durante mucho tiempo estuve sometida a los dilemas y la lógica de las mujeres que se enamoran de separados con hijos: todas –todas– somos tachadas de culpables hasta que demostremoslo contrario; todas –todas– debemos enfrentar una mirada social que en pleno siglo XXI está plagada de matronas en pantuflas que sospechan de cualquier afecto que escape a la díada “madre-hijo”. Y todas –todas– intentamos generar momentos perfectos dentro de la relación vincular más imperfecta de todas: la de las madrastras.

Somos muchas las madrastras. Según datos del Registro Civil de la Ciudad de Buenos Aires, el 14% de los varones que se casan es divorciado y suele contraer segundas nupcias con una mujer soltera.

Luego hay otra estimación poco académica, pero que igual sirve: una asociación local llamada El Club de las Divorciadas estima que los nuevos separados suelen tener entre 35 y 45 años (mientras que en la década de 1980 superaban los 50), que estuvieron en un matrimonio que no duró más de una década y que tienen hijos con edades inferiores a los 8 años.

Es decir que cualquier mujer que se enamore de un hombre de más de 35 años tiene altas probabilidades de entrar de cabeza en una familia ensamblada, y de poner la piedra fundamental de una relación de afecto que no es buscada –ninguna niña sueña con llegar a grande y ser madrastra–, que raramente es constante y que oscila entre el amor, la tolerancia y los ataques de nervios.

¿Sabe una mujer en qué se mete cuando se mete a madrastra?

Le mando un mail a Cecilia: una amiga que convive dos veces por semana con la hija de su pareja, con quien también –desde hace dos años– tiene un hijo en común. Con Cecilia nos hicimos amigas durante un almuerzo de trabajo, cuando supimos que vivíamos en mundos parecidos. Mientras comíamos mencioné al pasar a “los hijos de mi marido” y ella respondió con una anécdota: me contó cómo fue el día en que conoció a Paloma, la hija de su esposo. Fue en una plaza. En ese entonces, Paloma tenía 4 años y Cecilia, 40. Cuando fueron presentadas, Paloma y Cecilia se dieron un beso casi espontáneo y en ese instante –sin decirlo, quizá sin saberlo– decidieron tener una jornada agradable.

–Tu papá me habló mucho de vos, sos muy linda –le dijo Cecilia a Paloma.

No sabía si acariciarle el pelo. No sabía qué cosas hacer y qué cosas no.

—¿Querés que te hamaque un rato? –ofreció. Paloma dijo que sí con la cabeza y lo que siguió a ese xxxxxx fueron dos horas de gimnasia: Cecilia, como todas, tenía que esforzarse en demostrar que no era un ogro. Hamacó a Paloma, le compró golosinas, le acomodó la hebilla, le sonó la nariz, le sacudió la arena, la llevó al baño de un bar a hacer pis. Hasta que, hacia el final de la tarde, la que tuvo que ir al baño fue Cecilia. Se levantó del banco, cruzó la calle, llegó a la vereda de enfrente y miró hacia atrás. Paloma la saludó con la mano y sonrió. Cecilia, liberada de algo –solo ella sabía de cuánto–, soltó el aire y entró al bar. Paloma se quedó junto a su padre.

–Papi –dijo al fin, todavía sonriente–. Esta mina no me guta.

La historia tiene final feliz y ocurrió hace seis años, pero qué más da: ocurre siempre. Y demuestra en qué tipo de jalea remamos las mujeres que nos volvemos –entre tantas otras cosas que somos– madrastras.

“Nunca es tal como lo imaginabas –me dijo Cecilia en aquel almuerzo–. Los separados con hijos suelen ser un gran malentendido: todas se enamoran suponiendo que ‘lo demás se arregla’ e ignoran que ‘lo demás’ es, en realidad, lo que marcará sus vidas”.

Sé de qué habla. Sé qué significa “lo demás”. Significa, básicamente, estar con ellos. Significa –cuando son chicos– resignar silencio y horas de ocio en soledad, patear bollos de ropa cada cinco pasos, vivir con fútbol, vivir con gritos, vivir con la cama matrimonial siempre llena. Significa –cuando son adolescentes– convivir con la guitarra a toda hora y huir de tu casa cuando hay Superclásico y tener, alguna vez, una discusión fuerte y no animarte a gritarles porque no son tus hijos. Pero también significa otra cosa: significa reírte mucho. Y significa, sobre todo, aprender a querer.

El día que llegaron ellos, sin ir más lejos, empezó a gestarse lo que terminó naciendo años después: mi deseo de tener un hijo. La posibilidad de pensar en Joaquín e imaginarlo, desde el minuto cero, rodeado de hermanos.

http://elsolonline.com/noticias/ver/1312/190327/-sabe-una-mujer-en-que-se-mete-cuando-se-convierte-en-madrastra-
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¿Sabe una mujer en qué se mete cuando se convierte en madrastra?
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