Estas parejas parecen vivir un sordo y constante enfrentamiento, matizado por fogosos reencuentros, donde la relación sexual ocupa un lugar de privilegio. Su interacción pone al desnudo dos corrientes intensas de fuerzas: ternura y agresión.
En este aporte, voy a referirme al fenómeno de la violencia sexual en el marco de la pareja constituida, y un poco ex profeso, me colocaré al margen de aquellas parejas que manifiestan en su vida cotidiana una interacción física francamente violenta, abusivamente violenta diría; que conlleva un daño objetivo, para ellos y para los que los rodean. Quisiera ir un poco más allá, hacia otra estructura no tan manifiesta, ni evidente ante los ojos de los observadores y de ellos mismos; un modo de interacción basado en una violencia más funcional y adaptada a las reglas sociales, que se expresa en el territorio de la intimidad, y que es comúnmente reservada como un secreto. Estas parejas, que llamamos tormentosas, parecen vivir un sordo y constante enfrentamiento, matizado por fogosos reencuentros, donde la relación sexual ocupa un lugar de privilegio. Su interacción pone al desnudo dos corrientes intensas de fuerzas: ternura y agresión.
En la vida cotidiana suelen ser irónicos, descalificadores, defensivos, anticipan las intenciones negativas del otro antes de que se produzcan, recuerdan ofensas históricas como si hubiesen ocurrido ayer. Viven como ofendidos simplemente porque su pareja no entiende sus necesidades, se los ve atrapados entre las polaridades de la autonomía versus la simbiosis. Sus lazos son adictivos, por ello que adoptan formas simbióticas; estos individuos necesitan la relación para desarrollar un sentido de seguridad que no pueden conseguir de otra forma, pero simultáneamente evitan la apertura de sí mismos al otro que es la condición previa de la intimidad, con lo cual se sitúan en una tierra de nadie, un espacio intermedio del cual no quieren o no pueden escapar.
Fundamentos:
La historia del encuentro entre dos personas que evolucionan hacia una pareja implica referentes conscientes e inconscientes; entre los primeros está el proyecto, lo que cada uno desea de la unión y lo que ambos aceptan en términos de acuerdos explícitos sobre lo que la relación puede ser. Pero por debajo de las expectativas visibles subyace el territorio de las idealizaciones, inconscientes y no verbalizadas, que remiten a las estructuras familiares (vinculares) internalizadas por cada individuo en su historia personal, de las cuales dependen las expectativas acerca de lo que debe proporcionar la relación de pareja.
Unido a esto aparece también un ideal romántico que surge del deseo de que la pareja persista como fue en aquel pasado glorioso del encuentro pasional, donde ambos se entregaban con total intensidad.
Estos aspectos diferentes, pero relacionados, crean una idea irracional a cerca de la traición que el otro pudo crear, a partir de la negativa a cumplir con el ideal de pareja.
En lo que aquí llamamos parejas tormentosas hay una decepción profunda ante la terrible injusticia cometida por el otro, creando un espacio vacío, un estado de rabia sorda, que esconde la secreta fantasía de destruir ese estado actual, para hacer renacer el fantasma del pasado; el espectro de otro Otro (con mayúsculas), que se supone, otorgaba la provisión de deseo, amor y cuidados necesarios. Digo que este Otro es un fantasma porque probablemente jamás haya existido como un ser real, sino como una ficción, una narración literaria que se hace carne; porque lo importante no es solamente lo que uno desea (idealmente) sino la diferencia entre lo que uno desea y lo que uno siente que obtiene.
La unión en pareja nunca se hace entre seres reales, porque eso que queremos ver como realidad se establece a partir de las imágenes construidas del ser que deseamos y que viene a cumplir una expectativa soñada desde la misma infancia. Ese modo de entender el fenómeno se parece bastante a los cuentos que mostraban una mujer siempre anhelante de su príncipe azul.
Es de una cierta manera nuestro objeto ideal proyectado sobre una pantalla, por eso muchas veces los enamorados perciben atributos en el otro que nadie más detecta, y que los demás sintetizan con la frase lapidaria “yo no sé que le encuentra”. Ese personaje oculto e idealizado, invisible a otros ojos que no sean los propios, se obliga por su propia calidad de fantasma a cumplir con designios y fantasías secretos, y si – cómo es lo más probable- no lo hace, simplemente traiciona el ideal deseado. Y cuando se revela en su verdadero ser se constituye en una pesadilla.
Cuando la exigencia al cumplimiento del ideal se impone como alternativa única, se cumple el axioma político que señala de que modo la búsqueda de lo perfecto inhibe el encuentro de lo posible.
Llama poderosamente la atención en estas parejas, la sensación que no pueden estar juntos, pero tampoco separados. Resulta común que en su historia, breve o extensa, hayan intentado más de una vez separarse, luego de una serie de enfrentamientos que culminan en el clásico ¡No te soporto más!
Las separaciones, que paradójicamente otorgan una sensación de libertad, también son acompañadas de una sensación de vacío, que aparentemente solo esa persona puede llenar. Así resuelven darse otra oportunidad, la cual reinicia el ciclo de hostilidad, en medio de un clima de inconformismo y desarmonía.
Su amor no es confluente, sino divergente.
A menudo hemos escuchado globalizar estas confrontaciones llamándolas “luchas por el poder”, como si el poder fuese un atributo material o un trofeo a conquistar. Lo correcto sería referirse a una lucha de fuerzas colocada en un contexto de estrategias de dominación, donde la violencia gestual, verbal y emocional, representa las armas del enfrentamiento. El sexo puede ocupar un lugar privilegiado en este conflicto, y es evidente que el varón esta mucho mejor preparado socialmente para el ejercicio sistemático de la violencia sexual, aunque este no sea un atributo de género excluyente.
Algunas tácticas utilizadas por los hombres en esta escalada son:
1. Celos, desconfianza y hostilidad frente a la falta de deseo femenino, o a la resistencia por parte de la mujer a mantener relaciones sexuales.
2. Burlas, críticas y descalificaciones a la sexualidad femenina en general, y más específicamente a la de su mujer en particular.
3. Manipulación psicológica por la carencia de sexo.
4. Demandas de sexo después de una discusión violenta
5. Acoso sexual.
6. Demandas de sexo con amenazas.
7. Práctica de caricias violentas o rechazadas por la compañera, durante la relación sexual.
8. Violación intramarital (inicialmente nocturna).
9. Infidelidad explícita.
Las mujeres, por su parte, no juegan aquí el papel de laxas y pasivas heroínas románticas, sino que pueden actuar simétricamente, devolviendo o sofocando la hostilidad del varón. Ellas pueden:
1. Descalificar la competencia masculina para suministrarles placer.
2. Ausentarse conscientemente de la relación, haciéndolo evidente.
3. Generar impotencia (gran fantasma de la autoestima masculina)
4. Boicotear la escena amorosa a través de la ausencia completa de deseo o de orgasmo.
5. Compararlo con experiencias anteriores.
6. Infidelidad explícita o malamente encubierta.
El sexo en acción es utilizado aquí como una metáfora de la agresión, como dice O. Kernberg, se recluta el amor al servicio de la agresión, envuelto a veces en ropajes de pasión que señalan los más profundos arrepentimientos. Los reencuentros y las nuevas oportunidades que se prometen ambos, son ilusorias y transitorias, porque el destino de estas parejas está en esa especie de infierno particular que han construido.
Y al que el escritor y poeta Jorge Luis Borges evocó en un conocido pasaje que dice:
No nos une el amor,
Sino el espanto.
Será por eso que te quiero tanto.
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