Puede ser que exista por ahí alguien que nos diga que no desea ser feliz. Sin embargo, para la inmensa mayoría no sólo es una meta deseable, sino algo que habitualmente luchamos por conseguir.
Algunas personas se sienten miserables, deprimidas, insatisfechas con sus vidas, con sus relaciones, consigo mismas. No hay nada que deseen más que librarse de ese dolor que arrastran como un saco de piedras sobre sus espaldas que los agota un poco más cada día hasta dejarlos exhaustos. Tal vez lo tienen todo: un trabajo, una casa, una familia, unos amigos... pero, a pesar de todo, no son felices.
El siguiente relato puede ser un punto de partida: El médico
Un joven médico empezó a trabajar en un nuevo hospital de una ciudad lejana. El primer día estaba radiante de felicidad. Caminaba orgulloso por los largos corredores con su bata blanca y su amplia sonrisa. El edificio era una joya arquitectónica, con salas amplias y soleadas, iluminadas por grandes ventanales con vistas a un silencioso jardín. Los enfermos, cuyas dolencias no eran especialmente graves, tenían habitaciones individuales perfectamente equipadas y el material clínico era el más moderno que existía.
El hospital estaba dividido en dos: el ala este, donde fuera asignado el joven médico y el ala oeste, ambas unidas en su centro por una gran puerta de gruesa madera maciza que permanecía siempre cerrada. Él pasaba ante ella cada día, pero jamás sintió curiosidad hasta que un día sucedió algo imprevisto: al pasar por delante, como cada mañana, escuchó unos gritos espantosos, la puerta se abrió bruscamente de par en par y una niña sucia y harapienta salió corriendo de su interior, emitiendo aullidos aterradores y arañando su cara con sus uñas hasta hacerla sangrar. Los enfermeros que corrían tras ella la agarraron y se la llevaron en volandas, sujetando sus brazos y sus piernas, a través de un pasillo gris, débilmente iluminado por alguna bombilla. Después, la puerta se cerró.
El médico tuvo tanto miedo que ni siquiera quiso preguntar. Siguió su camino, trató de proyectar su eterna sonrisa y se centró en el trabajo intentando olvidar. Pasó el tiempo y empezó a estar enfermo, dejó de sentir esa felicidad que le había acompañado hasta entonces, ya no encontraba en su trabajo la misma satisfacción y extrañas pesadillas volvían insomnes sus largas noches. Empezó a pensar que tal vez la medicina no era para él, que quizás se equivocó de profesión, que ver a tantos enfermos día tras día lo había acabado deprimiendo. No quería pensar en aquella puerta ni quería recordarla, porque sabía que, de hacerlo, no tendría más remedio que atravesarla.